El síntoma de una Copa América agotada

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    La retirada de los equipos estadounidense y suizo evidencian un problema estructural: la Copa América sigue siendo el trofeo más difícil de ganar, pero también el más difícil en el que mantener la participación. En una competición donde los equipos generan mucho valor, pero que apenas lo recuperan. Por tanto, su sostenibilidad deportiva y económica se tambalea a pesar de su capacidad inicial y el apoyo de dueños billonarios. La 38ª Copa América, el trofeo deportivo más antiguo y exigente del mundo, comienza con ausencias notables. American Magic y Alinghi Red Bull Racing se retiran: los americanos, de manera oficial y recientemente anunciada; los suizos, el pasado abril. Aunque no han actualizado su posición tras los acuerdos de partnership anunciados a bombo y platillo por el Defender y el Challenger of Record, como un hito histórico de la competición. Por este motivo, estas renuncias no son simples bajas: son el síntoma visible de una competición que ha dejado de ofrecer a los equipos la capacidad de capturar el valor que ellos mismos generan participando. Y sin ese retorno, el riesgo de desaparición se vuelve estructural. American Magic no era un proyecto apalancado únicamente en la tecnología, sino en un propósito mayor y con visión a largo plazo: revivir el interés por la vela en Estados Unidos. Un deporte que ha perdido atractivo y miles de licencias en los últimos años. Su misión, además, era devolver al New York Yacht Club al protagonismo que tuvo durante más de un siglo en esta competición. Pero su comunicado fue claro: «el marco actual no proporciona las condiciones para competir de forma altamente competitiva y financieramente sostenible.» El equipo norteamericano ha declarado que centrará ahora sus esfuerzos en el desarrollo de atletas y tecnología desde su base en Pensacola. Pero la duda es evidente: sin concurso en la Copa América, es difícil imaginar cómo puede cumplir esa hoja de ruta. Porque la Copa América sigue siendo el único escenario donde se ponen a prueba el diseño, la innovación y la excelencia deportiva al más alto nivel. De hecho, será la primera vez en la historia de la America's Cup que no hay presencia de un equipo americano. Alinghi, por su parte, tenía otra misión empresarial: el orgullo nacional. Suiza, un país pequeño y sin mar, ya ganó dos veces la Copa. La primera, en 2003, tras una auténtica OPA hostil: Ernesto Bertarelli fichó al núcleo del equipo neozelandés campeón de la edición anterior y, con ellos, bajo la grímpola del Société Nautique de Genève, levantó el trofeo en Auckland. Hoy buscaba hacerlo de forma orgánica, combinando talento suizo e internacional para crear una generación propia de regatistas por la via del contagio de conocimiento. Pero con las actuales limitaciones de nacionalidad impuestas por el Defender, ese camino se vuelve cuesta arriba y mucho más caro. Su último comunicado, en abril, fue elocuente: «con gran pesar anunciamos el inicio de un proceso ordenado de cierre del equipo Alinghi Red Bull Racing», alegando la imposibilidad de alcanzar un acuerdo con el Defender para ofrecer un evento comercialmente viable. Parte de la esencia de esta competición reside precisamente en su singularidad organizativa. El Defender, actualmente Team New Zealand, es quien, junto al Challenger of Record, define las reglas del juego. Los kiwis son propietarios. El resto de equipos debe adaptarse y tener capacidad financiera suficiente para saltar las barreras de entrada. Es un formato jerárquico, casi feudal, que convierte a la Copa América en el trofeo más difícil de ganar. El reciente partnership entre el Defender y el Challenger of Record intenta corregir parte de ese desequilibrio. Por primera vez, ambos prometen un modelo de gobernanza más compartido y una participación colectiva en los derechos comerciales de la competición. Es un paso relevante, aunque insuficiente. Ni los americanos ni los suizos han considerado que esas reformas fueran suficientes para alterar su decisión de retirada. Al menos, no parecen llegar ni a tiempo ni con la solidez necesaria para cambiar la tendencia de un trofeo que data de 1851. Y eso es revelador: cuando las reglas mejoran sobre el papel, pero dos protagonistas tan notorios de la competición siguen marchándose, el problema ya no es de regulación, sino de credibilidad sistémica. De hecho, Team New Zealand se vio forzado a negociar un acuerdo de partnership como consecuencia de las presiones ejercidas por el Challenger of Record, a su vez condicionado por Alinghi y American Magic, los dos challengers más interesados en un modelo más equilibrado. La ciudad de Nápoles, sede confirmada antes de este acuerdo de partnership, debió de respirar algo más tranquila al ver un intento de estabilización institucional. Hasta la firma de los acuerdos, la competición solo avanzaba en los despachos y con mucha fricción y tensión entre los equipos. La incertidumbre se fue comiendo el tiempo. Todo este proceso ha terminado por desgastar las capacidades de los propios equipos. La transición entre ediciones, que debía ser corta para permitirles mantener estructuras, personal y tecnología activa, se ha prolongado más de lo previsto, envuelta además en un clima de incertidumbre y tensión. El resultado es que, lejos de fortalecer la competición, este periodo ha debilitado sus cimientos. Y la historia ha acabado con un desenlace inesperado: dos de los proyectos más influyentes, Alinghi y American Magic, fuera de la competición. El límite de 75 millones de presupuesto impuesto para esta 38ª edición intenta contener costes y corregir asimetrías e incluso incentivar la participación, pero no resuelve el problema estructural. El nuevo techo presupuestario puede contener costes, pero no resuelve el problema esencial: la desconexión entre el esfuerzo económico y el retorno real que obtienen los equipos tras su participación. En ese caso, da igual el límite que se fije. Cuando un sistema se degrada y se vacía de contenido, quien entra con propósito puede redefinirlo. La retirada de dos equipos históricos no solo deja un vacío deportivo, sino también una oportunidad simbólica: la de devolver legitimidad y sentido a un evento que, si quiere sobrevivir, necesita modernizar su estructura de funcionamiento para impulsar su propósito fundacional: fomentar que las naciones compítan amistosamente mediante sus capacidades tecnológicas y talento, y con el compromiso de contribuir al propósito colectivo de impulsar el evento. Solo así dejaría de ser un evento de atención residual y recuperaria su estatus histórico entre los tres mejores acontecimientos deportivos del planeta, destacando su condición de antigüedad frente a los dos primeros, los Juegos Olímpicos o el Mundial de Fútbol. No porque el modelo actual sea perfecto, no lo es, sino precisamente porque la America's Cup necesita naciones capaces de devolverle propósito, innovación y competitividad. España reúne esas condiciones. Tenemos industria, tecnología y talento deportivo de primer nivel y una profunda tradición marítima. Un proyecto español en la America's Cup no sería una participación más, sino una apuesta estratégica como país y una decisión firme: una forma de situar a España entre las naciones más fuertes, entre la élite del deporte tecnológico y de alta innovación, reforzando al mismo tiempo su imagen de país avanzado, competitivo y con autoestima. En esta edición, la Copa América se queda en Europa, en Nápoles, para deleite de la afición italiana que aún recuerda con entusiasmo la edición de Valencia 2007, considerada por muchos la mejor edición de la historia moderna por ser la primera vez que se disputaba en Europa y por ser la que más equipos participantes ha reunido en tiempos en los últimos tiempos. En aquella edición participaron tres equipos italianos. Entre ellos, Luna Rossa, y fue probablemente la edición más abierta, vibrante y competitiva de la historia del trofeo. Aquel evento demostró que España, además de nación potencial como Challenger, es un mercado potente que puede elevar la Copa América a otro nivel, atrayendo a millones de visitantes, dinamizando la economía y situando al país en el mapa global de deporte y tecnología. Y hay razones más profundas que justifican ese enlace entre esta competición y nuestro país. Durante los siglos XV y XVI, España fue una potencia marítima sin igual. Nuestra capacidad naval lideró el descubrimiento de rutas comerciales que conectaron continentes y dieron origen a la primera globalización económica. Navegando hacia lo desconocido, España transformó el mar en progreso, abriendo mercados, desarrollando industria y proyectando al mundo su conocimiento, talento y audacia. Esa herencia no es solo un capítulo histórico, sino una base viva de lo que aún somos capaces de hacer. He tenido el privilegio de formar parte de American Magic, trabajando duro desde las operaciones y la logística, y resulta triste ver cómo un proyecto con un propósito tan sólido se agota antes de llegar a cumplir su misión. En American Magic, y también en otros equipos, hay muchos españoles que demuestran cada día su talento y su profesionalidad en áreas incluso de diseño y tecnología. La pregunta es inevitable: ¿Cuando se darán cuenta los patrocinadores que la vela está de moda y que estamos ante una gran oportunidad de liderazgo? Solo nos falta el orgullo, honestamente. El autoestima y un plan colectivo para para convertir esta oportunidad en un proyecto de utilidad para el país. Nada de sentimentalismos ni pasiones vacías de sentido. Se trata de ser ambiciosos y «pelear» amistosamente con otras potencias a través de un deporte en el que también podemos dominar como ya ha pasado en el futbol, en el basket e incluso en el tenis. Competir ahí es demostrar que este país puede dar miedo, además, a nivel tecnológico e industrial. Somos capaces además de llevarlo a cabo inspirando, porque cuando España entra en el mar, como cuenta nuestra historia, no solo navega: crece y se transforma en potencia.

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